miércoles, 24 de junio de 2009

RAFAEL CANEDO

Llevamos aquí toda la tarde, vamos, desde que nos apresaron, y ya hace mucho que anocheció.
Esto, me han dicho que lo llaman las huertas del Príncipe Pío. Y bueno, muy pío no sé si sería, pero para ser dueño de esta finca, hay que ser muy príncipe. No nos han dado nada de comer, tan solo agua. Ya comienza a hacer frío, y no tiene pinta de vayan a hacer fuegos. Nos han puesto unas linternas en el centro de los círculos que formamos, cuando nos mandaron sentar, con esas luces, les bastará para podernos tener suficientemente vigilados.
Hay un guardia que no para de mirarme. Ahora que habla con otro, me está señalando. El otro viste el mismo uniforme, pero con más dorados. Quizás me haya reconocido. ¡Qué tontería! Con la cara tal y como la debo de tener, hinchada y cubierta de sangre y barro, más me parezco a un ecehomo, que al hijo de mi pobre madre.
El dolor por los culatazos con que me obsequiaron, los soldados que me redujeron, ha ido apareciendo y ahora no hay ninguna parte de mi cuerpo que no se queje.
El de los dorados viene hacia aquí, le acompaña un soldado que al brazo lleva un arcabuz armado de bayoneta. Me han arrastrado hasta una mesa, a la que hay sentado un hombre, que a la luz de un fanal, toma nota sin levantar un instante la vista del papel. A su lado, de pié, hay un militar que parece un mariscal. Ni uno ni otro me miran, el mariscal repasa los papeles que va rellenando el escribano.
Finalmente, el mariscal lee en voz alta el escrito que acaba de recibir, pero en su lengua. Termina diciendo algo que entona como una pregunta, y se me queda mirando fijamente. Su silencio se une al mío. Yo sigo quieto, hastiado por el paripé, finalmente acabo desviando la mirada, pero continúo callado, sin entender nada de lo que me ha dicho. Finalmente repite la última frase, pero escupiendo las palabras, y haciéndolo con desprecio. Yo le miro.
- Te pués poné como quieras gabacho -le digo-, que yo no sé quién fue tu padre.
El que me había llevado hasta allí, debía de entender algo, por que me golpea en el lateral del muslo con la culata de su arcabuz, lo que me hace caer sobre la rodilla. Levanto la cabeza, le miro, y le digo:
- Lo que tú quieras mesié -y me vuelve a pegar, ahora en un costado.
Me vuelven a llevar a donde aguarda, en pié, una cuerda de presos. El último de la cuerda al que me atan es un fraile.
- ¿Qué hace usted aquí Padre? ¿Por qué le han apresado?
- Por lo mismo que a todos los que aquí estamos, hijo mío, por matar franceses.
Nos hacen caminar siguiendo a un oficial.
- Pero qué sabe un cura de matar.
- Este Napoleón ha secuestrado a mi rey y está en guerra con el Santo Padre, somete y mata a mis compatriotas, que también son mis feligreses ¿qué te parece que haga con esos hijos de mala parte? ¿que les niegue la absolución?
Hacen que nos detengamos. Las ruedas de presos que dejamos atrás, ya no se ven, las linternas tampoco. El grupo que nos precedía desaparece tras una loma. Desde aquí puede verse Madrid. Se ve la luz de algunas hogueras, quizás de algún incendio. También algún fogonazo, al que le sigue una detonación. Todo Madrid velará esta noche, aterrado tras las puertas de sus casas. Se ha impuesto un nuevo régimen, el del terror.
Se escuchan voces de mando, luego gritos desgarrados, más tarde disparos.
- Padre, bendígame nos van a matar y soy un pecador.
Nos mandan continuar. Acaban haciéndonos detener entre los cadáveres de los que nos precedieron. Ángeles de mi corazón ¿qué será de ti?
- No os aflijáis, hijos míos. Eso que pisáis ahora, no es la sangre de vuestros hermanos, sino el manto que nuestra Madre tiende para recogernos y llevarnos al regazo del Padre.
- ¡Viser! -esto se acaba- ¡Feu!.
Rafael Canedo fue un arriero leonés originario de Camponaraya. Que resultó ser uno de los principales cabecillas populares del levantamiento de ese día. El único reconocido como tal entre las 43 víctimas fusiladas en la montaña del Príncipe Pío, esa noche. Había plantado cara en la Puerta del Sol a los mamelucos, que al galope, a lomos de sus caballos y armados de sus alfanjes y pistolas, pretendían sin conseguirlo, sofocar el tumulto que con Rafael, entre otros, al frente, protagonizaron los madrileños contra los invasores ese día. A ellos se opuso Rafael, a pecho descubierto y con su navaja en la mano. Finalmente fue hecho preso en la misma Puerta del Sol, una vez que el levantamiento fue sofocado. Se le acusó de dar muerte a varios soldados mamelucos. Estos mamelucos eran la tropa de origen egipcio que pasó a formar parte de las fuerzas del emperador, tras su campaña en Egipto. Ese día los madrileños se ensañaron con esos que llamaban moros, entregándoles el fruto del trato que habían recibido durante los meses anteriores. Pero cuando los moros se hicieron fuertes, se lo supieron cobrar.