lunes, 21 de septiembre de 2009

JUAN SUÁREZ

El pobre Juan estaba aterido. Es muy posible que fuera de frío. Y es que ya se sabe lo que dicen, de no quitarse el sayo hasta el cuarenta de mayo. Pero es que además, la noche era lluviosa, como lo había sido la anterior. Un calabobos que no mojaba, pero que con el vientín que se había levantado, hacía que se le destemplara a uno el cuerpo. Pero también tenía miedo, era seguro que lo tenía. Le iban a matar.
Sin embargo, su mayor sentimiento era el de vergüenza. Cuando esa mañana salía de su casa, la mujer le esperaba afuera, con un chiquillo en brazos, otro de la mano y el tercero a su lado. Parecía que creyese poder hacer de barrera al loco impulso de su hombre.
Ella sabía lo que pasaba, en todo Madrid sólo se hablaba de enseñarles a los franceses la puerta de la calle.
Piensa en tus hijos. Le dijo. ¿Qué será de tu anciana madre? Añadió.
¡Qué locura! Había acabado peleando en el Parque de Artillería de Monteleón. ¡Qué vergüenza! A ella no se lo pudo ocultar. Y ahora, cuando a él le quitaran la vida. ¿Qué haría ella para sacar adelante a los niños? No lo quería pensar.
Los polacos que le redujeron no fueron muy caballerosos. Había recibido golpes en todas las partes de su cuerpo. Sentía que le acuchillaban el pecho al respirar. A cambio de esto, las muñecas habían dejado de dolerle.
Uno de los guardias, le empujo. Este empujón fue más fuerte que los anteriores, tropezó y cayó de rodillas. Al ir a poner las manos en el suelo, se dio cuenta de que sus ataduras se habían aflojado y que podía librar las manos. Sintió que ese deseo de libertad se extendía por todo su cuerpo. Finalmente, sus ligaduras cedieron. Se acurrucó en el suelo y se lanzó a rodar cuesta abajo, golpeándose con todo lo que encontraba a su paso, pero alejándose de sus asesinos. Cuando llegó abajo, estaba muy mareado y muy magullado, pero tenía que ponerse en pie y correr, los franceses se acercaban y alguno de ellos hacía fuego. Terminó topándose con una tapia que consiguió sortear. Finalmente, acabó dando con la iglesia de San Antonio de La Florida. No se oía nada. Acurrucado en una esquina, la más alejada de la poca luz que iluminaba al Altísimo, esperó la llegada del amanecer.
El madrugador sacristán, se llevó un buen susto. No hizo preguntas, le proporcionó ropa seca y algo de comer, y no se separó de él, hasta dejarle en los brazos de aquélla que temió que nunca más lo volvería a ver.
Juan Suárez fue el único superviviente de los cuarenta y tres fusilados de la Montaña del Príncipe Pío.