sábado, 23 de enero de 2010

EL CABO QUE CABÍA EN LA GLORIA

También es mala suerte, que a un paisanín que no ha visto en su vida más que montes y bosques, lo enfunden en un uniforme, y lo manden a este desierto que llaman África, que bien parece la patria del Demoniu, para acabar dejando la pelleja.
– ¡Chaval! ¿Estás vivo?- rompió por cuarta o quinta vez el silencio de la noche, la voz del teniente.
Este hombre no se cansa, me llama insistentemente desde el parapeto, mientras los demás se mantienen en absoluto silencio, esperanzados en oírme, si no la voz, al menos algún gemido o algún ruido.
-¿Cómo dices que se llamaba? –distingo que le dice, más bajo, como para que yo no me entere. ¡Qué chocante!, me llama insistentemente, rechazando la idea de que pueda haber muerto, sin embargo, habla de mí en pasado. Pronto amanecerá y todos verán en qué terminaron los tiros de hace unas horas. Pero yo ya no estaré aquí.
– Luis, hijo ¿me oyes? –vuelve a decir. Quisiera tener fuerzas para contestarle, al menos así conseguiría que se callara, pero apenas me quedan las justas para seguir respirando.
Hace unas horas, cuando comenzaba mi ronda por los puestos de escucha, no me imaginaba lo cerca que estaba de la muerte. Después de todo, tenía razón el jodío Gallego.
– No se aleje mucho, mi cabo –me dijo-, que he visto correr a los moros entre las chumberas.
¡Verles correr! La oscuridad era tan negra que parecía que la habían pintado. Uno no bebe cuando sabe que le toca guardia, le dije con la altanería que creía que me permitían mis galones.
– Yo no he bebio, mi cabo –dijo algo picado, pero guardando el respeto-, pero tengo el pálpito.
Pocos minutos habían pasado desde que, continuando mi ronda, me separé del puesto donde hacía guardia el Gallego. De improviso perdí todo mi aplomo al verme empujado por la embestida de una invisible manada en estampida.
Ahora sé que me voy a morir. Apenas he cumplido poco más de veinte años. ¿Quién se lo dirá a mi madre? ¿Y mi padre? ¿Qué dirá mi padre?, que cuando me vio pavonearme vestido de uniforme ante Madre, me echó en cara todo lo que había penado para sacarnos adelante a mis hermanos y a mí, para que yo me hiciera matar lejos de los míos.
Inmerso en el tumulto que como una ola me arrastraba hasta nuestras líneas, parece increíble que no fuera atropellado, y conservara la vida.
– ¡Alto el fuego que somos españoles!- dijo uno de los moros que me rodeaban.
Lo malo es que les iba a salir bien la jugada, y lo peor es que iba a ser a costa mía, como supe muy pronto.
– Mande bajar las armas, mi teniente –oí decir a uno de mis compañeros- que es de los nuestros. Es el Cabo Noval que estaba recorriendo la línea de escuchas.
Hasta ahí podía llegar la guasa. Como un resorte grité lo más alto y claro posible, que estaba rodeado por el enemigo y que dispararan al bulto, sin dudar.
Ya pronto amanecerá. Empieza a clarear el cielo. Al menos ya no hace frío. Pero lo mejor, es que el dolor del pecho, ha desaparecido. Ahora respiro sin dificultad. Oigo una voz. Alguien se acerca.
– ¡Aquí está, mi teniente! Aquí, al pié de la chumbera entre los cuerpos de estos dos moros. Está muerto.
– Pobre –apuntó el teniente. Pero es muy posible que gracias a eso, nosotros podamos contarlo.
Ya han llegado ellos, y ya me voy yo. Y como despedida dejaré el grito que me costó la vida: ¡Viva España!

Luis Noval era cabo del Regimiento de Infantería del Príncipe nº 3. En 1909, en plena campaña de Marruecos, cuando realizaba su ronda nocturna, Luis Noval se vio sorprendido por el enemigo, que en ese momento realizaba una incursión. El impulso de los atacantes era tal, que no solo no pudo hacerles frente, sino que se vio arrastrado por ellos, retrocediendo hasta sus líneas. Cuando ya se encontraba ante sus camaradas, rodeado por los atacantes y antes de poder dar la alarma, escuchó cómo uno de los moros gritaba: ¡Alto el fuego que somos españoles! El jefe del puesto que al reconocer al cabo, creyó que era él el que había dado el alto el fuego, lo confirmó. El cabo Noval, que se dio cuenta de que por él, los moros acabarían por romper las líneas, gritó: ¡Tirar, que vengo entre moros! ¡Fuego! ¡Viva España! Al amanecer, pudieron rescatar entre dos moros, el cadáver del cabo Noval. Fue condecorado con la Laureada de San Fernando a título póstumo.

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